martes, 22 de diciembre de 2009

La mejor profesión del mundo

De niña jugaba a la escuelita; recuerdo que escribía en la pequeña pizarra que me compró mi mamá, garabateaba ejercicios y le daba reglasos a los muebles como si ellos fueran alumnos desobedientes; al fin y al cabo, ésa era la imagen que de la autoridad y el magisterio yo tenía conformada en mi mente de seis o siete años. Para mi algo sí estaba bien claro: me gustaba ser maestra.

Luego fui creciendo y ya no hablaba a sola con los muebles. Comencé a prestarme en la escuela para monitora de matemáticas, porque adoraba a los números. Repasaba a mis compañeros de aula y si los profesores faltaban me paraba frente al pizarrón adueñándome de los 60 minutos de la asignatura. Más de una vez mis profes del preuniversitario me hicieron sustituirlos en otros grupos e impartir sus clases.

Al llegar al grado doce vendría el momento de elegir mi carrera; para ese entonces, quería estudiar matemática cibernética… seguía enamorada de los cálculos y los razonamientos numéricos, pero, iba a ejercerla en un centro de investigación o industria. Algo me alejaba de la vocación de maestra que había descubierto con los muebles y la pizarrita de mi casa.

En aquel momento, el país había reflexionado en la insuficiencia de docentes bien preparados, surgidos de universidades que los instruyera para el oficio; así surgió El Destacamento Pedagógico “José Martí”. El mecanismo para integrarlo era el compromiso y la obediencia más que la vocación, recuerdo que para los militantes de la Unión de Jóvenes Comunistas era casi una precisa o se ponía en juego la pertenencia a la organización.

Por otra parte, el Ministerio de Educación en el país, exigía a los maestros como en ninguna otra profesión; tenían que luchar con sin números de planes, informes, documentos metodológicos, y con un alumnado que conocía derechos, deberes y prerrogativas de una enseñanza que, poco a poco, iba formando a estudiantes de sólidos criterios y pensamientos autónomos. Elementos de peso para quejas y más quejas de profesores y maestros que hacían creer que la peor labor del mundo era la del magisterio.

Yo era también el resultado de esa educación; había aprendido a pensar por mi misma y se me asomaba la rebeldía propia de los 18 años. Tal vez por eso me negué a que me impusieran una vocación que no la quería obligada. Decididamente no iba a ser maestra por la descreída razón de que solo allí estaba el lugar donde llamaba la patria. ¿Acaso no era útil a la Revolución una ingeniera o una licenciada amante sobremanera de lo que hace, capaz de convertir en eficiencia productiva el conocimiento de la ciencia?

Al final, de esta parte de la historia, tampoco pude estudiar la carrera de matemática cibernética, se preveía que en el siguiente quinquenio a Camagüey no le harían falta profesionales en ese oficio; ya el Destacamento Pedagógico había completado su matrícula con los que dieron el paso al frente (aunque yo no renunciaba a mis desafiantes criterios sobre el método de integración), la medicina también había cerrado grupo… y no me imaginaba qué otra cosa podía estudiar.

¡Periodismo! Un profesor de literatura había visto en mí dotes de escritora; no compartía sus apreciaciones pero me pareció interesante… así llegué al mundo de las letras.

En la universidad me afilié a la gramática, y nuevamente me descubrí explicando a mis compañeros de aula la manera en que las oraciones se convertían en subordinadas. Frecuentemente me buscaban para que les hablara de las obras literarias que yo leía; ellos pretendían aprovecharse de mi obediencia con las tareas y yo en cambio les agradecía la oportunidad de satisfacer mi necesidad constante de explicar, porque ahora puedo confesar que ese era un eficaz mecanismo para asimilar los conocimientos y lograr que no se me olvidara lo aprendido.

Me hice periodista y un buen día me llamaron para apoyar en un proyecto muy revolucionario sobre una idea de Fidel Castro, el Comandante en Jefe de la Revolución Cubana, que tenía como objetivo universalizar la enseñanza superior en el país. Cada municipio crearía su sede y el claustro de profesores se conformaría con los profesionales del territorio. Recuerdo que me presenté y dije estar dispuesta sin saber incluso si iba a ser una labor remunerada y mucho menos el importe de la posible retribución.

Así fue como dejaron de llamarme por el nombre de mi bautizo; ahora, en toda florida, ni siquiera alguien me dice periodista; para muchísimos soy únicamente la profe. Cuando estoy frente al aula siento como se impone aquella vocación primaria, de cuando descargaba lecciones a sillas y butacas vacías; vuelvo a reconocer mi facilidad para explicar conocimientos y siento que dentro de mí siempre hubo una maestra de alma y cuerpo, que un día se aferró a que nadie le dijera que tenía que serlo.

Sé que muchos me agradecen el arrojo con que los he llevado de la mano para hacerlos hombres y mujeres más conocedores de la lengua, o de la historia de las letras en Latinoamérica, o de las normas para la redacción, o de las herramientas para una mejor apreciación de las artes… a veces siento también el desagradecimiento de los que menosprecian la impronta que les he dejado en su manera de hacer radio o periodismo… pero no son para ellos estas líneas.

He revelado estas verdades porque con ellas quiero dignificar el oficio y la profesión del maestro; quiero evocar a los tantos que me entregaron su habilidad para la instrucción, el conocimiento acumulado en años de dedicación al estudio, el apego a la disciplina y a la autodeterminación; a los que me enseñaron a pensar y decidir sin imposiciones…a los que nunca se quejaron delante de mi de las miles de obligaciones que tiene el maestro y a los que creyeron y sintieron al magisterio como la mejor de las profesiones del mundo. Ellos al fin y al cabo son los únicos responsables de que dentro de mí habite un incansable militante del arte de enseñar.

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