lunes, 2 de agosto de 2010

Símbolo de amor y lealtad entre cubanos

Iniciaba el mes de agosto del año 1868 y dos jóvenes de la otrora ciudad de Puerto Príncipe, en la antigua provincia de Oriente en la Cuba de la colonia,  decidieron unir sus vidas y sus nombres. Desde entonces  suele, cuando los cubanos de toda la isla se reunen con cualquier pretexto, ya sean celebraciones o cónclaves laborales,  llamarle a toda camagüeyana por el nombre de Amalia, designación que ha devenido símbolo de  belleza, feminidad, lealtad…atributos que con orgullo llevan las mujeres de estos lares. Lo cierto es que de igual manera cada camagüeyana se distingue por tener como aspiración a un Ignacio de su tiempo y a su lado. La historia que comenzó hace 142 años inspiró esta crónica:

Amalia e Ignacio, historia más que leyenda.
De altar la manigua.   

Breves estancias y grandes ausencias tejieron la leyenda. El polvo y la manigua bautizaron la ceremonia de un amor pródigo en detalles y sin la cotidiana rutina de los rutinarios matrimonios. Juntos hubieran envejecido los amantes sino porque él era un soldado de la patria y ella abnegada esposa que entendía y compartía el ideal.

El amor de Ignacio Agramonte y Amalia Simoni iba y venía por los caminos en manos amigas que servían de correo; las urgencias de la insurrección impedían la correspondencia que ordenaban los corazones. Encuentros como suspiros, sobresaltos constantes, abrazos y despedidas sellaban la historia de esta pareja que no desaprovechó instante para tiernos presentes: pedacitos de maderas, que llamaban la atención por su rareza; semillas, frutos y hasta una paloma, que los tiros de una refriega hicieron caer atolondrada de un árbol en la manigua y que el patriota obsequió con esmero a su Amalia.

Juntos recibieron a sus hijos; en el monte le llegó a  Ignacio las noticias  y sin importarle la hora o la distancia partió a alcanzar el alumbramiento. Temeridad y osadía premiaba a la madre reciente que, por razones doble ahora, se angustiaba del peligro y el afán del enemigo por doblegar el sable camagüeyano.

“Tú no piensas mucho en tu Amalia, ni en tus dos ángeles queridos, cuando tan poco cuidas una vida que me es necesaria, y que debes también tratar de conservar para las dos inocentes criaturas que aún no conocen a su padre. Yo te ruego Ignacio idolatrado, por ellos, por tu madre y también por tu angustiada Amalia, que no te batas con esa desesperación que me hace creer que ya no te interesa la vida ¿No me amas? Además por interés de Cuba debe ser más prudente, exponer menos un brazo y una inteligencia de que necesita tanto ¡Por Cuba, Ignacio mío, por ella también te ruego que te cuides más!”.

Demandaba la dama un comportamiento que era imposible para el gallardo mambís. ¿Acaso ella pudo pensar en mesura y consecuencias cuando, hecha prisionera por el ejército español, un oficial enemigo le exigió escribiera a Ignacio la petición de renunciar a la revolución, a merced de la vida de los dos hijos y de ella misma? No tardó en solicitar que le cortaran sus manos antes de escribir desleal y traidor mensaje.

De altar sirvió la manigua para bautizar nuevas leyendas que encuentran  otros Ignacios y otras Amalias,  fundiendo en el ejemplo de este  amor  perdurable,  otras historias concedidas también en las breves estancias y las cotidianas ausencias que impone el cumplimiento de un deber.

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