
Siempre aspiré ir a Santiago fuera cual fuera la luna; en cualquiera de sus fases: creciendo o menguando, nueva o llena yo iría nuevamente a la ciudad hermosa, de gentes impredecibles, de fatigosas calles. Y lo logré. Volví a Santiago para reencontrarme con una ciudad diferente dentro de su singularidad inalterable.
Santiago es a la vuelta de los años centro de transeúntes y comercio reanimado, que le señala una trasformación que va más allá de una voluntad política o económica; es realidad y es hecho, el cambio se respira y se toca con la mano, sentado en uno de sus establecimiento o sencillamente asintiendo a los que te dicen “nagüe, Santiago es Santiago”.
Las referencias, que reciben los visitantes, y los datos que guardan los informes del gobierno dicen más cuando se camina por las citadinas Enramada, Aguilera o Garzón, y se hacen mucho más evidentes en la marginalidad de San Pedrito, o en la otrora “Candonga”, en la que se sigue encontrando lo imprescindible pero con orden y cultura del mercado.

Ir a Santiago, y volver siempre, no me parece ahora simple añoranza o nostalgia de poetas deslumbrados por la bahía, por el ritmo caliente de cinturas y semillas secas, por la brisa del sur y el alcohol muy próximo al mar ahogado en la arena; motivos todos en los que Lorca detuvo su inspiración. Ir a Santiago, urge como nutriente de fe y esperanza, como confirmación de que los cubanos podemos regenerarnos dentro de nuestras propias carencias y desgracias cuando nos conducimos por caminos de voluntad y deseo de hacer, cuando aunamos inteligencia colectiva y estimulamos bien esa estirpe de guerreros y mambises con la que hemos ganamos cada una de nuestras guerras y batallas.
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