Seguramente no resistían sus ojos. Era un atleta entero, pasional,
puro. Tenía el impulso del remo de proa y la sensación perenne de la
batalla, pero su mirada, que hasta en las viejas fotos encandila, debió
ser irresistible.
Seguramente no toleraban su lengua. Julio Antonio no creía en feudos,
aunque fuesen los de la aristocracia; no creía en distancias, aunque
fuesen las de los mares; no creía en tiranos, aunque estos tuviesen
garras. Y la palabra le salía rotunda, férrea, como para herir hasta con
el eco a los potentados y vanidosos.
Seguramente no soportaban su sangre. En él la juventud no era un
pasatiempo, una medalla, un traje. Era joven porque no sabía ser otra
cosa de tanta idea juntándosele en la mente; de tanta lanza
apretándosele en las manos; de tanto preguntarse, una y otra vez, cómo
descabezar los monstruos que le ataban el país, es decir, la familia. Su
sangre debió saberle a trueno a los buitres que la buscaron.
Seguramente no asimilaban su tiempo. Sus minutos insobornables de
crear, de hacer y ser comunista sin visera, estudiante sin
genuflexiones, amante sin puritanismos. En él, todos los relojes
debieron desbocarse hacia el turbión necesario de la Historia mayúscula y
la aventura íntima en la conjunción febril de la memoria profuturo.
Seguramente era demasiado. Mucho Mella sin mella para tanta mente
mellada; mucho estallar en tan poco espacio, vivir en tan poca vida,
resucitar en tan poca muerte. Por eso pasó a la edad de los que no
envejecen, de los que siguen mirando desde la piedra viril de cualquier
juramento a una dimensión que aún no entendemos.
Tomado de:
Foto: Juventud Rebelde «Julio Antonio en Obispo», Servando Cabrera Moreno.
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