Era la historia de un gallito que quería comer maíz sin trabajar, era un libro con estampas y colores llamativos… no se me olvida el intenso rojo de la cresta. Guardo esa imagen desde mis diez años.
Recuerdo que lloré muchísimo, no por la historia sino por la muelita. La muelita no era, por supuesto, del gallito sino mía… pero tenía que escoger entre mi insuperable pánico al dentista o mi amor por los libros.
Mi casa quedaba solo a media cuadra de la clínica estomatológica… allí me llevó por la escuela Edith, la maestra, la que no consiguió persuadirme más que mi casi iletrada mamá.
Bueno en verdad el método de mi madre no fue tan persuasivo. Cuando fueron a contarle que su niña estaba encima del sillón del dentista dando gritos porque no quería que le extrajeran la muela, ella con su temperamento de Mariscales fue a imponer orden y respeto con una bofetada sobre mi rostro. Edith, el dentista y todos los mayores que me rodeaban, cargando culpas de mi incrementado llanto, decidieron de inmediato que me fuera para mi casa con la muela incluso.
Fue entonces que apareció el gallo y su historia de comer maíz sin trabajar. Cuando llegué a casa, mi mamá le obsequió un libro de cuentos a mi hermano que se había dejado consultar con el estomatólogo sin chistar. En su otra mano se escuchaba el Quiquiriquí del holgazán que debió ser mío sino hubiera sido por la resolución de la Mariscal: si no te dejas sanear tus dientes no hay libros.
Nunca antes había sido tan persuasiva mi madre, no recuerdo si hubo otra similar, solo sé que fui a buscar a Edith y le pedí que me volviera a llevar a la clínica.
Como las más valientes de las niñas me saqué mi primera pieza. No lloré, nunca vencí el miedo… pero, desde entonces, todo el mundo sabe que yo por un libro doy hasta mis muelas.
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Tomado de
Granma
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